¿Cómo ayuda el principio de autoridad para influir en los demás?

Las discusiones que teníamos con mamá cuando niños duraban hasta que a ella se le agotaban los argumentos para responder nuestras objeciones.

Inevitablemente llegaba el momento en que su punto de vista era justificado con el principio universal: “¡Porque lo digo yo, que soy tu madre!” y a todos nos quedaba claro que la próxima discusión sobre el mismo asunto sería directamente con su chancla, no con mamá.

Fue en esa época que conocí a Don Ernesto.

Era nuestro vecino. Tipo fuera de serie: Simpático, conversador, capaz de entretenerte una tarde entera contándote historias de lo más desorbitadas en las que él era siempre protagonista y héroe.

Don Ernesto era una persona muy cuidadosa en cuanto a su aspecto personal: Usaba zapatos de marca americanos; trajes hechos a medida, camisas con las iniciales de su nombre bordadas, un reloj muy caro, en el que los números de la esfera estaban dibujados con brillantes, además de una pluma-fuente de oro y laca china que amaba mostrar en cada momento que fuera posible: para escribir una nota, firmar algo, utilizarla como puntero al hablar o como batuta para “dirigir” imaginariamente a la orquesta que ejecutaba su música favorita desde la vieja radio que tenía en la cocina.

A mí me caía muy bien, pero en el barrio el sentimiento parecía no ser el mismo. A mucha gente le intrigaba (y le irritaba también, por cierto) que un vendedor (que a eso se dedicaba don Ernesto) se diera semejantes lujos los que claramente desencajaban con otros aspectos de su vida personal.

Dado que éramos muy amigos, en alguna oportunidad me animé a preguntárselo: Cómo era que prefería gastar tanto dinero en sus cosas personales en lugar de mudarse a una casa más grande, pagar una mejor educación a los hijos o cosas así. Su respuesta fue una epifanía:

“Tengo que entrar a diario a oficinas de empresas muy importantes y venderles algo que muchos venden: Equipo de oficina. Si no luzco como el mejor y más exitoso de todos mis competidores, no sería capaz de conseguir el volumen de ventas que logro cada mes. No es por vanidad hijo, es por pura necesidad.”

Se lo creí al pie de la letra, mientras en casa me sugerían que no fuera tan caído del níspero y que ya me daría cuenta de que había gente frívola e irresponsable en este mundo.

Con el tiempo, descubrí algunas cosas interesantes:

  1. La civilización, tal como la entendemos, se basa desde sus orígenes en crear y hacer funcionar un sistema basado en la autoridad: Una o más personas a quienes el resto de los cavernícolas les reconocíamos la capacidad de tomar decisiones sobre temas que conciernen a la colectividad (los demás trogloditas de la tribu), mismas que serán observadas y respetadas con rigor, bajo pena de arrojar a quien no esté de acuerdo a dormir fuera de la cueva para que el fresco de la noche le ayude a reflexionar sobre su actitud, mientras evita ser la cena de los tigres dientes de sable.
  2. La autoridad desde entonces se convirtió en una de las fuerzas más potentes de movilizar la conducta humana. Nos educan para reconocerla y obedecerla y se condena a los que no lo hagan. Por lo tanto, estamos preparados mentalmente para seguir con poco cuestionamiento aquello que las autoridades -reales o aparentes- nos sugieran hacer.
  3. Obviamente, cuando niños, lo que nos decían nuestros padres muchas veces era considerado “santa palabra”, incluida la famosa frase de mamá con la que empezamos esta reflexión. En nuestra infancia, no hay otra forma de acceder a información certera y consejos de vida adecuados. Esto afianzó mucho el modelo mental.

En suma, hablamos de otro de esos “atajos” a los que nos referíamos en nuestro artículo “¿Quieres que más gente acepte tus propuestas? ¡Regala!”. Y funciona tan bien, que somos capaces de entregar alegremente nuestro auto a un extraño ataviado con traje de “Valet Parking”, sin dudar ni por un momento si es un robacoche disfrazado.

A esto se le llama el “Principio de Autoridad” (en realidad se llama “Argumento ad verecundiam” pero es una frase horrorosa que no voy a utilizar porque parece un insulto).

Don Eduardo lo había entendido mejor y mucho antes que la mayor parte de sus competidores: Las personas que decidían la compra de sus artefactos en las empresas, estaban absolutamente convencidas de que estaban tratando con el mejor de su clase: Quien más sabía, quien mejores precios ofrecía, quienes más clientes felices tenía, quien podría garantizar el mejor servicio de posventa.

Solo de esta manera podría entenderse que fuera por las calles llevando varios miles de dólares encima en atuendo y accesorios: Ser el más exitoso de todos, proyectando con ello toda la autoridad consiguiente. ¡Hasta parecía que la gente de Roxette le había dedicado a don Eduardo, su éxito “Dressed for Success”!

Nuestra tarea para hoy es ponernos a pensar qué tan bien estamos utilizando en nuestro favor este “atajo mental” de la autoridad para predisponer a las personas en nuestro favor y conseguir con más facilidad ejercer nuestra influencia sobre ellos:

  • ¿Trabajamos adecuadamente en mejorar nuestra marca personal? Lo que las personas perciban de nosotros será fundamental para ejercer influencia logrando que se nos considere una autoridad en los temas de nuestro dominio.
  • ¿Qué tan bien utilizamos las redes sociales para este mismo propósito? ¿Somos conscientes que lo que en ellas aparece sobre nosotros es una de las fuentes más importante de información que usan empleadores o potenciales clientes para descifrar cómo somos realmente?
  • ¿Te has dado cuenta de que cada vez que quieres conocer algo sobre un producto o servicio que planeas adquirir, averiguas qué tan bien referido es en foros existentes en internet? Pues lo mismo pasa contigo: Es fundamental tener organizado un sistema de referencias para que otras personas que te conocen den a conocer tus fortalezas y narren su experiencia al sostener algún nivel de relacionamiento profesional contigo.

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¡Hasta la próxima!

Escrito por Francisco Grillo

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